Uruguayos cuentan - Sobrevivientes en Carmelo

Escrito por
Uruguayos cuentan - Sobrevivientes en Carmelo Daniel Rovira Alhers, periodista y escritor.

Ya el sol calentaba las piedras del camino. El almacén de ramos generales relucía con su color blanco resplandeciente y por añadidura, atrayente en la planicie verde y desierta en las inmediaciones de Paso Morlán.  

En el palenque de la entrada descansaban dos caballos ensillados que, aburridos, movían alternativas sus cabezas, mirándose. Cerca, un reluciente automóvil oscuro, señalaba la presencia de alguien de dinero dentro del salón de copas.

El paisaje tranquilo era el de todos los días, aunque cruzando el camino, detrás de un alambrado, en un grupo de arbustos espesos que crecían debajo del alto eucalipto, dos hombres debatían su ansiedad mirando hacia el edificio blanco. Despeinados, seguramente sucios, sus labios resquebrajados señalaban el padecimiento por la falta de agua, y sus comisuras estaban blancas de sequedad. Uno de ellos, sin dejar de mirar hacia el almacén, tragó saliva y dijo: “Vamos a animarnos, al menos podremos tomar agua”. El otro hizo un gesto de aprobación y sin mediar más, saltaron al camino luego de evitar el alambrado. Sigilosos y atentos caminaron los cien metros hasta la puerta del comercio. Entraron. El establecimiento se dividía en dos, hacia un lado era un mostrador de copas y hacia el otro, almacén. Los hombres, sin dudarlo, se dirigieron al mostrador de bebidas. El aire caliente era desparramado por un ensordecedor ventilador de pie. Había tres hombres tomando en ese momento. Dos de ellos vestían de gaucho y el otro tenía un aspecto más de ciudad, aunque en detalle, la combinación contenía aspectos de la vestimenta del hombre de campo: bombachas, el cinto y el cuchillo a la espalda.

Los recién llegados se acercaron a la punta del mostrador. Frente a ellos, colgaba un aviso de ropa de campo que terminaba en el calendario de 1935. El resto de los parroquianos los miraron con recelo. Sus ropas sucias y desaliñadas, no disipaban su atención.

Vino, por favor dijo uno.

A mí, mejor agua corrigió el segundo.

Esperaron a que el cantinero les sirviera. Cuando llegó el líquido, poco duró en sus copas. Pidieron más, ahora ambos bebieron vino. Pagaron.

Luego de un rato, uno de los forasteros preguntó: “¿A cuánto estamos de algún pueblo?” El cantinero miró a los otros tres hombres, luego, giró su cabeza hacía el hombre que preguntaba, en el momento que le iba a responder, Don Carlos lo hizo: “A cuatro kilómetros de Carmelo, amigo.”

El forastero ahora miraba a Don Carlos. “Gracias”, respondió con respeto.

¿Van a Carmelo? insistió.

Sí. Vamos para ahí respondió el otro hombre.

Silencio. Don Carlos caminó unos pasos hacía la puerta. De uno de sus bolsillos salía doblado un diario. Miró hacia afuera. Los dos caballos, su auto, el grito de una chicharra cercana anunciando que el sol calentaba cada vez más. Volvió. Apuro el último trago de su vaso. Luego dijo:

Voy a la ciudad. Los llevo.

Los forasteros lo miraron con asombro. Luego, uno de ellos le agradeció el gesto.

Terminen de tomar que partimos anunció.

Los tres hombres ocuparon el Ford T oscuro que esperaba afuera. El motor rugió en medio del silencio, y de a poco comenzaron a levantar el polvo del estrecho camino.

Hoy amaneció tranquilo empezó diciendo Carlos. Estos parajes han estado bastante concurridos… hubo mucho miedo…

Los desconocidos se miraron. Uno de ellos ocupaba el asiento de atrás y el otro estaba sentado junto al conductor. Carlos continuó sin esperar respuesta:

Aparecieron varios hombres del Ejército, incluso de la Fuerza Aérea… este es un lugar tranquilo… nunca pasa nada por acá… ¿son de Montevideo?

No. Venimos de Canelones…

Andan lejos, pues… y Don Carlos se calló por un rato, pensando tal vez que su interrogatorio había ido muy rápido, mientras el motor zumbaba entre los hombres.

En Carmelo está tranquilo… ya ha pasado el revuelo… son pocos los insurrectos que se han dejado ver… y el tren para el sur sale en dos horas… vamos a llegar a tiempo…

Hacía calor. El desconocido que iba sentado adelante, transpiraba. La camisa sucia se le pegaba al cuerpo incrementando su aspecto desagradable. El hombre que iba atrás, más pequeño, conservaba un aire más limpio. Ambos mantenían su tácito mutismo. Carlos, por el contrario, a medida que avanzaban por el camino, su conversación era más animada y cordial, casi de viejos amigos. Esa situación generaba en el hombre de atrás una inquietud creciente. No sabía qué partido tomar ante las insinuaciones que manifestaba el conductor. Era evidente que ese hombre estaba informado del enfrentamiento que había ocurrido a pocos kilómetros de allí. Los estaba ayudando, sin duda. Llevarlos a la ciudad era una ayuda. Habían escuchado que a muchos los había agarrado la policía y los habían metido presos. En cambio, a ellos, que se habían aguantado más tiempo en el campo, escondidos, por ahora les había ido bien… y este hombre… realmente, ¿les estaba ayudando o por el contrario, lo conducía hacia una trampa?, pensaba.

Desde una pequeña elevación del terreno, pudieron ver lo cerca que estaban del pueblo. En pocos minutos estarían sentados esperando el tren que los devolvería al lugar del que salieron hacía ya varios días. A esta altura, Don Carlos fumaba un grueso habano que había encendido poco antes y se mantenía callado. Eso ayudaba a los forasteros a ordenar sus ideas y pensar en los hechos por los que habían pasado, en el ruido atronador de los aviones persiguiéndoles desde el aire, en los muertos inútiles que habían visto caer, en la muerte pisándoles los talones. En la locura que resultó el levantamiento contra la dictadura…

Deberían cambiarse dijo Carlos, luego del silencio.

No tenemos… iba a continuar el hombre sentado adelante, pero no pudo.

En el baúl llevo alguna ropa… soy tendero dijo, ausente.

El automóvil avanzaba por los arrabales del pueblo, por calles recién dibujadas, casi rozando algunos transeúntes que con sus caballos y animales, circulaban por el lugar. En pocos minutos el coche llegó a la estación de trenes. Don Carlos detuvo el auto. El hombre que estaba a su lado hizo un gesto para abrir la puerta, pero lo detuvo.

¡Espere! Voy a buscar la ropa del baúl. Bajó del coche y caminó hacia la parte trasera. En segundos volvió con camisas limpias. “Esto les ayudará” dijo. Y les entregó la ropa. Los hombres se cambiaron las camisas-.

¡Ahora, váyanse!

Los dos bajaron del auto y miraron a Carlos. Uno de ellos dijo: “Gracias”.

Ustedes hicieron lo suyo.

Nadie hizo el amague de extender el brazo y apretar la mano. No sucedió. Permanecieron unos segundos detenidos en el andén. Hubo un momento en que casi sonrieron, pero fue un vago e incipiente gesto que nadie pudo comprobar. Se separaron en medio de la gente apurada que llegaba a la estación a tomar el tren.

 

Daniel Rovira Alhers nació en Montevideo. Ha trabajado en medios de prensa escrita y televisada desde 1995, dirigiendo documentales, conductor de TV en el programa: Protagonistas de la aventura humana, cronista y periodista en prensa escrita: diario La República, Primera Hora, revista Tres, Guíamujer, El País Cultural, revista Áurea, revista Propuesta.

Ha publicado los libros de investigación: Proximidades, testimonios sobre José Gurvich, Petru Valensky, igual a si mismo, Totó Gurvich, el abrazo a la pintura, El Maestro y los compañeros de Gurvich en el Taller Torres García, Tomo I.

Es co-editor junto a Joaquín Ragni de Artistas Uruguayos, publicación anual de arte desde 2020.

En narrativa, ha publicado las colecciones de cuentos: Más allá de nosotros, Rompecabezas Elsa, Escalera de cristal y la novela La mujer de la mirada gris.

 

Modificado por última vez en Lunes, 08 Abril 2024 10:38