En ese momento sintió que alguien golpeaba las manos. Salió a la puerta y la encontró parada en la entrada. Tenía una expresión de curiosidad insatisfecha que le hacía fruncir exageradamente el entrecejo a esa muchacha tan joven y bonita, pensó.
- Sí. Yo lo conocía. Fuimos juntos a la escuela y vivíamos en el mismo barrio. Después mis padres se vinieron a esta casa y por un buen tiempo no volví a verlo.
Entonces ella volvió a preguntar, ¿pero se reencontró con él?
Juan estaba sentado de nuevo en su vieja y querida silla de cuero de vaca, miró a la joven de poco más de veinte años y contestó moviendo la cabeza afirmativamente.
- La noticia que usted me ha traído no me ha dejado muy bien..., tengo 72 años. A Quique yo lo conocía...
- ¿No le decían “El Galgo”?
- Yo le conocía de antes... Ese nombrete se lo pusieron después, cuando empezó a entrenar y a correr. No pude acostumbrarme a llamarlo así... Su vida y la mía no tuvieron muchas cosas en común pero con la enfermedad igual nos juntábamos cuando yo iba a la plaza y charlábamos; se podía hablar con él.
Juan hizo un silencio que ella comprendió que era mejor dejar pasar. Parecía que el viejo buscaba en su cabeza blanca algo de ese tiempo con El Galgo en sus encuentros en la plaza, pero no, al fin descartó esa posibilidad y el silencio tal vez fuera el tiempo necesario para masticar la noticia que le acababa de traer.
- ¿De modo que desapareció?
- Así es. Nadie sabe dónde está. La policía está haciendo averiguaciones para saber si se ha ido del pueblo pero eso no está confirmado. ¿Quiere decirme algo más?
Juan volvió a mirarla, desconcertado.
- ¿Tiene alguna idea adónde pudo haber ido?
Quique era un buen hombre, le dijo... y había pensado en hablarle de algo más pero ella ya estaba de pie, guardando la libreta de anotaciones y sonriendo con el brazo estirado. Se incorporó y le apretó la pequeña mano que le pareció demasiado suave.
Era un día de fiesta en el pueblo. Se conmemoraba la fundación del primer poblado con sus ranchos harapientos. Ese día, su madre le había hecho poner la ropa de los domingos y con su padre salieron de la casa un poco después de las diez de la mañana. Al llegar a la plaza un gentío enorme se arremolineaba a los bordes de la acera. Sobre una de las calles un cartel anunciaba los actos conmemorativos. Juan casi nunca iba hasta la plaza, pese a que su casa quedaba a pocas cuadras, pero a los trece años no era todavía fácil despegarse. Mientras se acercaron al bullicio comprendió que se estaba preparando algún tipo de competencia. En el pavimento lucían enormes flechas que señalaban un sentido. Retiraban la tribuna desde donde alguien había hablado. Un grupo de jóvenes de pantalón corto y camisetas, donde se veían unos números enormes, ocupó el centro de la calzada, buscando ya los lugares para la carrera. Entre ellos divisó a Quique, con un número cinco de color verde. Desde un parlante una voz llamó la atención de la concurrencia, dio algunas instrucciones y largó la carrera. En pocos minutos el pelotón dio cuenta del circuito alrededor de la plaza y el ganador fue su amigo Quique. Juan logró acercarse y cuando los amigos se vieron se sonrieron con franqueza.
- Te felicito, no me imaginaba que corrieras.
- Me animaron, no estaba muy seguro, Juan ¡qué gusto verte!
Ese reencuentro sirvió para que volvieran a verse con frecuencia. Tenían muchas historias en común de cuando ambos vivían cruzando la calle. Quique era hijo de un policía y su hermano mayor, que aún no tenía edad para entrar en la guardia civil, deambulaba con sus amigos buscando qué hacer.
Desde esa vez las carreras comenzaron a convertirse en una tarea muy seria para Quique. Su preparación era cada vez más escrupulosa. El tiempo libre que le había dejado la escuela lo invirtió de lleno en prepararse y correr, correr donde pudiera y cuando fuera. También participaba en los partidos de fútbol que se armaban en el potrero a la vuelta de la casa de Juan. Además de las competencias en el pueblo, paulatinamente se fama empezó a conocerse más allá y pronto lo invitaron a correr en otros pueblos. No había competencia en que él no resultara vencedor. Fueron muchos años de triunfos ininterrumpidos.
Su hermano Oscar finalmente entró en la policía pero no fue por mucho tiempo. Un día volvieron a verlo de civil, después de que tuvo que devolver el uniforme. Por esa época su padre enfermó. Poca gente pudo saber qué fue lo que pasó y qué relación tuvo el abandono de la policía de su hermano y la enfermedad del padre. Lo cierto es que todos imaginamos que algo debió ocurrir y seguramente muy fuerte para que lo hayan echado.
Quique de a poco se iba acercando a ser “El Galgo”, apelativo que gustó mucho en la radio local cuando un oyente lo comparó con ese animal en una de las tantas carreras. Era la gloria del pueblo. No había duda.
Juan lo acompañaba a entrenar en la plaza muchas veces. Había tomado como lugar de práctica el escenario que lo había visto ganar. Y mientras al trote recorría una y mil veces los bordes de la calle los habitantes del pueblo lo saludaban cada vez que se lo cruzaban.
Eso le producía una enorme satisfacción, se lo había confesado a su amigo. Adrenalina, responsabilidad, sacrificio, gloria, fama, triunfo: esa mezcla aceleraba su sangre y la combustión hacía que sus músculos le respondieran cada vez mejor.
Desde su trabajo de carpintero Juan se sentía contagiado con los excedentes de la gloria de su amigo. No pocas muchachas se acercaban imaginando un promisorio futuro: próspero y feliz, al lado de un atleta o al menos, junto al mejor amigo del atleta.
En la familia de Juan alguien decidió casarse. Un hijo de un primo de su madre, que vivía lejos... Los padres decidieron ir y Juan viajó con ellos. El casamiento era un sábado. Juan y su familia pasarían la noche en esa otra ciudad y volverían para el lunes. “El Galgo” corría ese domingo de mañana contra un grupo de atletas reunidos entre los mejores de dos o tres pueblos cercanos. La carrera la organizaba Oscar, convertido así en empresario. Pero Juan no pudo estar en esa carrera. Y lo lamentó mucho.
Al lunes siguiente apareció Oscar en la carpintería a media mañana. A Juan le resultó extraño. No eran amigos, más allá de la presencia de “El Galgo” entre ellos, se trataban como apenas conocidos. Juan escuchó con atención el accidente que había tenido su amigo y le mandó decir que al mediodía pasaría por su casa.
Quique le contó a Juan los detalles de la mala pata que había tenido ese domingo. Cómo se trastabillo, el miedo que sintió cuando se dio cuenta que perdía la carrera, el balanceo que hizo en el aire para no caer, el horizonte que se le movió, la fuerza, la velocidad... y el pie hinchadísimo que tenía como recuerdo del accidente.
También le explicó que muchos de sus seguidores, cuando terminó la carrera, fueron a revisar el pavimento donde se resbaló. Algunos creyeron ver aceite y morían de rabia porque su “Galgo” había perdido.
De todas maneras y obviando el lamentable suceso, Oscar recibió mucho dinero, supo Juan por su propia boca. Esto de organizar "eventos deportivos" es un buen negocio, exclamaba. Lo cierto es que su hermano lo ayudó con la atención médica y le facilitó dinero, algo que para “El Galgo” había sido innecesario hasta ese momento.
Durante la convalecencia su hermano Oscar organizó otra corrida. Y también en este caso le resultó muy satisfactoria. Algunos empezaban hablar de la suerte especial de los hermanos Meléndez. Desde la radio los seguidores del “Galgo” aplaudían la habilidad empresarial de Oscar y no pocos los colocaban en el podio de los ganadores. Incluso en el diario local apareció por ese entonces un artículo preguntándose hasta cuándo el pueblo iba a contener a dos hermanos deseosos de triunfos y buena suerte. ¡Prontos nos abandonarán! indicaba el periodista.
Eso, a su vez, generaba en la gente la euforia de cartas y llamadas a la emisora opinando e imaginando las historias más inverosímiles, justificando el éxito que a ambos les esperaba fuera del pueblo. Mientras se producían “tamañas” declaraciones Quique se reponía en su casa.
Quique vio desde el público la carrera siguiente que se corrió en el pueblo. Ya estaba repuesto pero hacía poco que había vuelto a las prácticas y aún no se sentía preparado. Por otra parte el lugar de Oscar crecía incontenible. Amplio margen de ganancia volvía a reunir luego de la competencia. Efectivamente, la euforia era acompañada por una importante masa de público que a lo largo del tiempo había descubierto como suyas las carreras de 100 metros o 400 metros, dependiendo de las vueltas previstas a la plaza. En pocos años el pueblo adquirió fama por esas competencias y muchos jóvenes tomaron al atletismo como una práctica constante. Quique sonreía cuando iba a entrenar y veía que eran dos o tres los que envolvían con sus piernas el perímetro de la vieja plaza.
Poco después de cumplir sus 20 años Quique volvía a competir. El hecho generó en el pueblo una enorme ola de expectativa marcada por los comentarios de la gente, la radio y el diario local. Hasta el presidente de la Junta del pueblo mencionó el tema en una reunión mantenida con sus pares.
Pero algo no andaba bien. Juan sintió que, de la noche a la mañana, Oscar estaba siempre sobre su hermano. Y más aún cuando se acercaba el día de la carrera. Prácticamente no lograba verlo a solas, su hermano se había convertido en la sombra de “El Galgo”. Seguramente esto Juan lo comprendió mucho tiempo después. En aquel momento no pudo apreciar decididamente los cambios que se habían operado. Si tal vez lo hubiera notado, el desenlace habría sido diferente.
En las mañanas, aun cuando el frío invernal no dejaba a mucha gente transitar por las calles, a Oscar y a Quique se los veía en la plaza, uno corriendo, el otro controlando los tiempos con un reloj. Esta carrera tenía algunas características diferentes. Oscar había interesado a dos corredores de la capital para que participaran. Muchos creían que iba a venir la prensa nacional con ellos y, por añadidura, el pasaporte para los Meléndez fuera del pueblo. Esa convicción la conservaban oculta sus seguidores, con temor.
La noche anterior Quique fue a visitar a Juan. Le dijo que estaba un poco ansioso, que era muy exigida la carrera, que el nuevo circuito que atravesaba el pueblo tenía algunos “cuesta arriba”, pero que él se sentía con fe. Le habló también de su hermano que estaba aun más ansioso; claro, él está apostando a la capital y vos sabés que yo lo hago porque me gusta, le dijo.
Juan lo escuchó en silencio. Antes de irse le dio ánimo y le dijo que él siempre confiaba en su capacidad. Quique se lo agradeció, miró el reloj, le dijo que tenía que encontrarse con Oscar y se fue.
Las habían medido, por eso se sabía que el circuito de la carrera era de cinco cuadras que sumaban los 400 metros reglamentarios, y lo dijeron por el parlante. Comenzaba en la plaza y casi llegaba a la ruta nacional, en la entrada del pueblo. De la capital habían llegado tres corredores, dos diarios, una radio, y un canal de televisión. Jamás el pueblo había reunido tanta gente. De los pueblos vecinos habían llegado también corredores, sus hinchas, sus familiares y, tal vez, alguna que otra autoridad. Los bares, panaderías y cualquier lugar cercano a la carrera, hervían de gente. Los comerciantes sonreían a los viajeros que pedían a gritos que los atendieran.
La hora de comienzo fue fijada a las once y media de la mañana. Era invierno y el frío se hacía sentir, además había que dejar que ganaran los comerciantes un poco... Pasadas las once la gente se concentró a lo largo del circuito. Los corredores permanecieron en una salita contigua a la sacristía en la Iglesia. Muchos de ellos se conocían pero los de la capital sólo preguntaban por “El Galgo”. Fue uno de los últimos en llegar. Pablo, otro de los corredores del pueblo, declaró que cuando llegó lo notó pálido y sudoroso pero pensó que capaz que había entrenado hasta un poco antes. Cinco minutos de la hora anunciada, los corredores ocuparon sus diferentes carriles marcados con pintura blanca en el pavimento. Eran diez hombres dispuestos a correr hasta ganar. La voz en el parlante vibró en el cuerpo, en la sangre, en los músculos y en las cabezas de los atletas. La voz y los cuerpos sincronizados a la once y treinta minutos volaron hacia la meta. En poco segundos de carrera, “El Galgo” se ubicó primero. Los otros corredores se dividieron en dos grupos, uno de los hombres de la capital lo seguía de cerca y un poco más atrás, el joven Pablo se acercaba peligroso; detrás venía el resto. A lo largo de la competencia los movimientos no fueron significativos, el pelotón más o menos se compuso con los mismos hombres, salvo otro de los corredores de la capital que inventó una tercera zona entre la cabeza y el final. De todas maneras el público que se encontraba más cerca de “El Galgo”, notó que a los 150 metros, aproximadamente, los músculos del atleta se tensionaron hasta llegar casi a detenerse, e inmediatamente, con una fuerza inusitada volvió a ocupar la cabeza de la carrera hasta el final.
Oscar esperaba al lado de la bandera de llegada. Veía acercarse a su hermano y sonreía feliz, viendo su triunfo como definitivo. Quique llegó como estaba previsto, el “bandera”, con un movimiento ágil desde el aire, la golpeó sobre el piso y el Galgo la cruzó veloz aun. Oscar sintió que su labio inferior le temblaba, su boca permanecía abierta. Su hermano seguía corriendo y había alcanzado la ruta nacional y tomado hacía el sur, sin detenerse. El hombre de la bandera lo miró perplejo. Oscar tragó una saliva inmunda acumulada en su boca, volvió a mirar hacia la carretera: el cuerpo de su hermano se alejaba.
Los primeros competidores llegaban a la meta, y uno tras otro quedaban paralizados, olvidados del dolor de sus cuerpos, viendo a Quique buscar una nueva meta, en algún lugar que nadie conocía. Se acercaron a ellos los del público, estupefactos. Nunca antes nadie había presenciado algo similar. Quique era apenas una mancha blanca en la bruma de ese mediodía de invierno. De repente el hechizo fue roto. Una mujer de unos cincuenta años se abrió paso a empujones entre la multitud.
- ¡Detené a tu hermano, por favor!
Oscar reaccionó al oír los gritos de su madre.
- ¡Andá! ¿Qué esperás?
En ese momento apareció la camioneta de la comisaría. José, casi temblando, le ordenó a Oscar que subiera. Éste se trepó y los dos se fueron hacia la carretera.
En el silencio el ruido mecánico del pequeño grabador llenó la habitación. La muchacha alejó el aparato de los labios del viejo Juan. Él volvió a chupar de su mate.
- Gracias por contarme esto, le dijo.
- El nunca quedó bien después de esa prueba..., quedó como trastornado. No hubo médico que pudiera curarlo quedó como un débil mental. El día de la carrera, cuando lo trajeron tuvieron que atarlo, él seguía corriendo. Después, ya loco, deba vueltas por la plaza de día y también de noche. Yo dejé de verlo. Me fui del pueblo unos años..., cuando volví se ganaba la vida corriendo, mostrando carteles de publicidad de una tienda... Bueno, hasta que usted vino hoy..., él me lo había anunciado: ¡un día de estos vuelvo a correr!
- No le parece muy raro lo que le pasó... ¿no le hicieron exámenes la madre o el hermano?
- Hay gente que dice que el hermano tuvo la culpa. Dicen que le dio algo para asegurarse de que ganara, a Oscar… nunca más lo vieron.
Juan no percibió que la joven volvió a prender su grabador. Ausente, se cebó un nuevo mate.
-Hace unos años, uno de aquellos competidores vino de paseo por el pueblo y contó que había vuelto a ver a Oscar... Ahora es un empresario importante de deportes.
Daniel Rovira Alhers, contemporáneo.